martes, 7 de octubre de 2008

DEMASIADO VIEJA PARA MORIR


A las 3:30 de la tarde, en el pabellón San Rafael del Hospital de San José, se escuchó un grito de dolor al final del pasillo de maternidad donde estaba recluida la abuela, por ser el sitio más higiénico del centro hospitalario. Paradójicamente, al mismo tiempo del anuncio de su muerte, alguien corría por el mismo pasillo tratando de hablar por su teléfono móvil, dando la noticia del nacimiento de una niña grande, rosada, en perfecto estado de salud y que se llamaría Sofía.
Así fue el momento exacto de la muerte de la abuela tal como lo vivimos parados al otro extremo del pasillo y con la angustia de saber la reacción de mi mamá y mis tíos pues desde el principio se resistían a creer que la vieja nos dejaría de acompañar. Salieron los tíos de la habitación, mi hermano y mi padre con desespero corrieron a buscar a mi mamá pero la dependiente de seguridad no los dejó pasar pues era ya mucha gente y la norma no lo permitía. Mi hermano no atendió y pasó derecho imponiendo su bravura y finalmente llegó hasta el abrazo de mi madre.
Yo no me moví del sitio, tenía un buen lugar para observar lo que pasaba, tanto en el corredor, como en la salita de espera (donde todos lloraban), pues sabía cual era el desenlace de esta espera tortuosa e incomoda. Lo sabía desde una hora antes cuando llegue al hospital y muy rápidamente entré a esa última habitación del pasillo y descubrí a la abuela postrada, hecha nada, con su pequeño cuerpo ya escuálido y sin sentido. La abracé y le empecé a hacer jueguitos para que se despertara, cosquillas, pellizcos y bromas negras hasta que mi mamá me reprendió y me dijo que ya no la molestara más. Me di cuenta que la abuela no jugaría más conmigo y mucho menos se aguantaría las bromas sucias que nos solíamos jugar mutuamente. La abuela estaba muriendo.
Yo siempre sabía cuando estaba enferma o alentada. Era una niña cruel que me jugaba bromas como una hermana mayor que descarga su bronca en el menor de la casa: me hacía zancadilla, escondía mis gafas, refundía mi correspondencia, espantaba a mis amigas y me culpaba de los males de la casa. Yo, timbraba y salía corriendo, llamaba a la casa calculando que llegara al teléfono para colgar, le robaba la fruta y el pan, le escondía un zapato y le desprogramaba el televisor. Éramos dos niños que nos buscábamos problemas sea por que no nos soportábamos o mas bien porque éramos los únicos que tolerábamos mutuamente las bromas de mal gusto.
Ella, a pesar de sus 7 décadas de vida jugaba para distraerse y llamar la atención. Yo, con mis treinta y pico años veía en ella la posibilidad de perpetuar mi inmadurez. Ella muy lucidamente reclamaba ser tenida en cuenta para todo pues a veces sentía que ni siquiera mi madre le prestaba la suficiente atención, como aquel día en que tembló la tierra y en emergencia todos corrimos fuera de la casa a resguardarnos y al hacer inventario de los elementos dispuestos para la ocasión nos dimos cuenta que nos había faltado algo: la abuela.
Mi abuela dejó a su muerte muchas bromas, travesuras y una gran enseñanza. Ella se colgaba de los árboles para robar cerezas criollas, metía comida al cuarto para fermentarla hasta que el olor obligaba al aseo general, no prestaba las llaves pero si plata a alto interés, cargaba de sal las comidas, husmeaba en las puertas entreabiertas y se metía en lo que no le importaba, como aquel día que desterró a mi fisioterapeuta con un regaño porque me estaba “manoseando” e “irrespetando la casa”.
Todos decían que ella y yo éramos como agua y aceite, que no nos podíamos ver, pero teníamos una manera distinta de comportarnos, nos mortificábamos mutuamente y era como nos comunicábamos, en esencia parecíamos almas gemelas, con algo muy en común: el juego y la diversión a pesar de la adultez.
Esa fue la gran enseñanza que mi abuela dejó, al menos para mi; pues no importa que tan absurdo parezca que alguien se preocupe a estas alturas por gastar bromas ya que la felicidad del deber cumplido después de planear la travesura daba un nuevo aire a la reducida existencia de la abuela.
Finalmente, en ese hospital donde había vencido a la muerte en tres ocasiones, por la terquedad de no dejar el mundo sin completar unos pequeños vandalismos que había planeado, decidió en ese cuarto del fondo del pasillo no responder a mis insultos ni desquitarse de mis caricias y fue cuando realmente me di cuenta que la abuela se iba a morir y que con todos los años vividos, sus diez hijos y dos matrimonios era la hora de dejarme madurar aunque desde ya le anticipo que así como se rehusó a morir cuando le tocaba y lo hizo cuando se le dio la gana, seguiré jugando hasta que tenga la edad para aprender como ella, a mamarle gallo hasta a la muerte pues me siento demasiado joven para dejar de jugar.



Maovellaneda (cuento incompleto).

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